sábado, 8 de noviembre de 2014

Juanjo es mi amigo

En madrid nadie sabía que yo podía volar. Algunos fines de semana yo reventaba un cajero automático. no tenía predilección por ninguna entidad, todas eran unas hijas de puta. Elegía uno al azar, rompía el sello de la caja de seguridad con las uñas y me llevaba dinero para unas cuantas juergas. La policía nunca llegaba a tiempo para enterarse de qué había pasado.

Aquel sábado habíamos quedado en Huertas a las ocho y media, como siempre. El Boxer era donde empezábamos la ronda. Juanjo solía llegar tarde y yo le esperaba sin quejarme. Mientras lo esperaba pensaba en Cristina. Juanjo me la presentó al poco de empezar la carrera. Era compañera suya en la optativa de "Hidráulica", y hacían pellas juntos. Me la presentó en aquel local, en el Boxer, y yo supe, desde el momento que la vi, que aquella era la mujer de mi vida. A Juanjo no hacía falta que explicarle nada. Nos dejó solos con un excusa tonta y ella y yo nos enrollamos esa misma noche. Yo había vivido un puro sueño y aquello se había acabado aquel mismo sábado. Haciendo honor a la tradición Juanjo llegó 20 minutos tarde. Yo estaba con el segundo cubata. 

 –¿Y eso? ¿Don abstemio bebiendo? 

No le dije nada. A Juanjo, en los momentos importantes de mi vida, nunca he tenido que decirle nada. 

 –¿Qué tal Charlie? ¿me pones otro cubata como el suyo? –Se sentó a mi lado, con la misma postura que yo, y al cabo de un rato con el mismo gesto–. ¿Han atropellado a tu perro? 

 –Cristina. Que me ha dejado. No me dijo nada. Ninguna frase de consuelo. Dijera lo que dijera nada iba a servir para nada. Cuando habló, yo sabía que hablaba de sí mismo, de cómo se sentía él.

–¡Me cago en la puta!

–Yo también -dije.

Miré al televisor del garito. Eran casi las nueve y estaban empezando las noticias. En la pantalla apareció un gráfico animado que describía la trayectoria de un meteorito estrellándose contra la tierra. Apareció el presidente del gobierno español y luego fueron apareciendo más y más presidentes de otros países transmitiendo mensajes por la televisión de sus respectivos países. Cuando llegó al de los Estados Unidos ya no había nadie pendiente de otra cosa en el local y un cliente le dijo a Charlie que subiera el volumen. Charlie, además, apagó la música. El presidente dijo que no servía de nada el pánico porque la catástrofe era inevitable, y dijo también a los oyentes que encomendaran sus almas a dios y que él haría todo lo que estuviera en su mano para salvar el mundo. Varios científicos de la NASA, en medio de gestos algo crispados, explicaron que la lanzadera espacial no podía hacer nada debido a la velocidad del asteroide y que habían preparado todo para hacer un intento de cambiar la trayectoria, pero las esperanzas eran reducidas por no decir inexistentes. 

 –¿Cuanto ha dicho que falta para el hostión? –Preguntó un cliente. 

 –Dos días –dijo Charlie sin apartar la mirada del monitor. 

 Todo el mundo se quedo embobado. El telediario parecía una película de catástrofes de las que echan en verano. Y encima tendría que aguantar aquello dos días más. 

 –Vámonos de aquí –dijo Juanjo. Caminábamos Huertas arriba. La calle iba llena de gente meditabunda. A aquellas horas de la noche no había nadie en todo Madrid que no lo supiera. Un bebé estaba destrozando su peluche y la madre lo miraba con los ojos encharcados sin atreverse a reprenderlo. 

 –¿Te das cuenta? Tío, es el fin. Se acabó. 

 –Ya. 

 Pensé que no iba a poder disimular mucho rato. Nunca había sido capaz de ocultarle nada a Juanjo. 

 –Yo no he sido Juanjo. 

 –A mi no me mientas capullo. ¿Has sacado esa puta piedra de su órbita? Yo miré a otro lado. 

 –¡Mírame, me cago en dios! ¿Qué pasa? ¿ te apetecía jugar a los asteroides? ¿eh mamón? 

 –Déjame en paz Juanjo. 

 –¿Eso es lo único que se te ocurre hacer cuando te deja una tía? ¿Pero tú que edad mental tienes? haberme dicho que eras un bebé, joder. 

 Aquello era más de lo que podía soportar. Podía aguantar mil cosas, pero ver a Juanjo hablarme de esa manera me hacía papilla. Con las dos copas, además de la rabia, Juanjo estaba fuera de sus casillas. Habíamos llegado hasta Sol. Mucha gente andaba por la plaza. Iban errabundos, como si esperaran que ocurriera algo, una señal. Era una especie de manifestación silenciosa. Juanjo se subió a una de las dos fuentes y empezó a gritar. 

 –Señoras, señores. Óiganme todos. Tengo algo muy importante que decirles. Acérquense. 

 Los gritos de Juanjo fueron, por un segundo, el único sonido que se oyó en toda la plaza. 

 –¿Quieren saber quien es el hijo de puta que tiene la culpa de esto?


Un grupo de ancianos se volvió para escucharle. Varias adolescentes se acercaron un poco más para oírlo mejor aunque fingían no enterarse. Entre la multitud empezó a hacerse un silencio cada vez mayor para escuchar que decía. 

–Este tío que ven ustedes ahí. Ese grandísimo cabrón tiene la culpa de todo –Y me señaló. 

 Al oír el final de la frase la gente dejó de escucharle y siguió con la mirada perdida. Un señor se subió a una caja de madera que habían dejado unos empleados del gas y siguió el discurso por donde lo había dejado Juanjo. 

 –Yo sí sé quien tiene la culpa. Los políticos. La carrera de armamen­tos. Esos tienen la culpa de todo. Los americanos y sus bombas tienen la culpa. Esto sólo podía acabar así. 

 Una señora ya bastante mayor se puso a gritar también sin subirse a ninguna parte. 

 –Pues a mi me ha dicho una vecina que la culpa de todo la tienen los terroristas. Juanjo se bajó de la fuente sin que nadie le prestara atención e intentó golpearme con todas sus fuerzas.


–Maricón de mierda. ¿No ves esa gente? ¿Es que te dan igual? ¿eh? Si tantas ganas tienes de matarlos a todos ¿por que no les revientas la cabeza? mamón ¿Pero dime de una vez qué te han hecho? 

Juanjo estuvo gritándome así hasta que llegamos a Cibeles. Yo había decidido irme a mi casa para no seguir aguantándolo. Pero él me seguía por la calle y no dejaba de gritarme. Me llamó asesino y todos los insultos que había aprendido en la facultad. 

 En Cibeles tardó poco en llegar mi autobús, cosa que agradecí mientras picaba el billete. 

 –¿Y ahora qué? ¿Eh? Ahora te vas y aquí no ha pasado nada. 

 –¡Joder Juanjo! –acabé gritando. 

 Bajé del autobús y le dije que se serenara. 

 –Ya. ¿Y qué más quieres que haga? ¿Quieres que rece un poco? ¿eh? ¿Quieres que haga examen de conciencia? ¿Quieres que prepare mi alma porque resulta que tengo un amigo pirado que va a cepillarse a seis mil millones de personas porque le han dado una puta calabaza de mierda? 

 En medio de sus gritos habíamos llegado caminando a la Puerta de Alcalá. Estábamos al lado del Retiro. Cuantas tardes habíamos pasado allí, tumbados en la hierba. Al vernos en aquel lugar fue como un instinto, los dos nos dirigimos al sitio de siempre. 

 Todas nuestras discusiones las habíamos acabado en aquel lugar dorado. Eran casi las doce de la noche y nadie nos iba a echar de menos en casa. Siempre habíamos ido de día; por primera vez nos tumbamos en nuestro rincón en mitad de la oscuridad. La hierba estaba demasiado fresca. 

 –Te vas a reír de lo lindo cuando veas todo esto chamuscado –dijo al cabo de un buen rato. 

 –Oye tío. Yo no voy a sobrevivir. Durante un rato lo había conseguido. Juanjo había dejado de gritarme. 

 –Todo a la mierda. ¿Es eso? 

 –A la puta mierda 

–le dije como si no hablara con él. Hicimos otro silencio eterno, igual de largo que toda la creación. Juanjo miraba a las estrellas y mordía un tallo de césped que había arrancado del suelo. Al final se puso de rodillas. Los rayos de la luna dibujaban su contorno en medio de la noche. A su espalda oí el sonido de un grillo. 

 –¡Me cago en la hostia! Mira, si lo mandas todo a la paseo que le den. Tampoco vale una mierda este puto mundo. Yo ya estaba harto, ¡joder! Así se acaban los exámenes, y las resacas de los fines de semana. 

 –Sí, y los sermones de tu vieja. 

 –Es verdad tío. Se acabó. 

 –Y los madrugones -dije. 

 –Y andar pidiendo dinero a mis padres -dijo él. –Y se acabó la saga de Harry Potter. Juanjo se rió. Los dos odiamos al mago hijoputa. Juanjo era la única persona del mundo capaz de reírse en un momento como aquel. 

 –Al infierno con todo. 

 –Que se joda el planeta. Volvímos a callarnos un rato. Esta vez rompí yo el silencio. 

 –Oye. Juanjo. 

 –Qué. 

 –Me alegro de que seas mi amigo.

(José C.)

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