sábado, 27 de abril de 2013

Du coté de chez Antonio Costa

La memoria



Yo recuerdo, si la memoria no me falla, que hablamos de un libro de Rhonda Byrne que se llama “El Secreto” que todo el mundo conoce y refuta de oídas. Todos sabíamos que su contenido era resumible en una sentenciosa bravuconada: que cada uno escribe el guión de su propia vida, sin saberlo o a sabiendas, y que si uno cambiaba sus pensamientos, cambia, también, su realidad.



Antonio Costa respondió a la síntesis que él no estaba viviendo en el mundo que él mismo había soñado, porque de ser así, él sería un escritor reconocido. El tema podría haber seguido por el camino de aquello que todos realmente queríamos y de aquello que realmente éramos. Pero Lola Petit, que no hablaba de “El Secreto” de oídas, nos aclaró que estábamos frivolizando sobre un libro que va mucho más lejos y que no era resumible con esa ligereza. Aclaró que en nuestro interior tenemos miles de fantasmas que conspiran contra nuestros planes conscientes sin que nos demos cuenta. Y, si bien no acabé de entender aquella conspiración ni tampoco sé si estoy dispuesto a concederle mi crédito, me fui a casa con algo que siempre agradezco en una charla. Me fui con ganas de empezar un libro que antes tenía por ignorable.

María leyó dos relatos propios de distinta calidad, aunque probablemente ella los ame igual, como una madre no puede elegir entre dos hijos. En el primero, un cazador se acerca a la presa que hirió hace mucho tiempo con la esperanza de que ella haya olvidado al autor de sus profundas cicatrices. El segundo tenía menos que ver con la memoria y habría mejorado con un final que no tenía.



Consuelo leyó un trozo de Proust que ha aparecido en incontables tertulias. Era el fragmento de la magdalena de “En busca del tiempo perdido”. El mismo fragmento que había inspirado el tema de la tertulia, La Memoria.



Antonio Costa leyó un comentario sobre una de las películas que más le ha influido en su vida “L'année dernière à Marienbad” de Alain Resnais. Los protagonistas de la obra hablan de un pasado en el que se conocieron, que da título a la película, y que cuando vuelve a ser evocado cambia, o no es reconocido por alguno de ellos.

Fernando, curtido en las artes del periodismo, recurrió a la memoria para traer a la tertulia algunas entrevistas de su pasado. Defendió, frente a todos, la posibilidad de la objetividad. Nuestra percepción de las cosas puede ser objetiva, decía, y nuestro recuerdo también. Los demás creíamos imposibles una cosa e igualmente la otra. Nuestro recuerdo es parcial, y veinte testigos sostendrían veinte versiones diferentes, decíamos.

José leyó un cuento sobre informáticos que usaban una página web famosa para colgar mensajes privados. El relato creó una expectativa en los lectores que no fue recompensada con el final, hecho este que tardarán muchas tertulias en perdonarle. Intervino en la discusión de Fernando para responder que la posibilidad de una memoria objetiva como la de una fotografía o la de un callejero de una ciudad o la de Funes el Memorioso, no era del todo remota, pero sí muy aburrida.

En busca del tiempo perdido. La magdalena

Así, por mucho tiempo, cuando al despertarme por la noche me acordaba de Combray, nunca vi más que esa especie de sector luminoso, destacándose sobre un fondo de indistintas tinieblas, como esos que el resplandor, de una bengala o de una proyección eléctrica alumbran y seccionan en un edificio, cuyas restantes partes siguen sumidas en la oscuridad: en la base, muy amplia; el saloncito, el comedor, el arranque del oscuro paseo de árboles por donde llegaría el señor Swann, inconsciente causante de mis tristezas; el vestíbulo por donde yo me dirigía hacia el primer escalón de la escalera, tan duro de subir, que ella sola formaba el tronco estrecho de aquella pirámide irregular, y en la cima mi alcoba con el pasillito, con puerta vidriera, para que entrara mamá; todo ello visto siempre a la misma hora, aislado de lo que hubiera alrededor y destacándose exclusivamente en la oscuridad, como para formar la decoración estrictamente necesaria (igual que esas que se indican al comienzo de las comedias antiguas para las representaciones de provincias) al drama de desnudarme; como si Combray consistiera tan sólo en dos pisos unidos por una estrecha escalera, y en una hora única: las siete de la tarde. A decir verdad, yo hubiera podido contestar a quien me lo preguntara que en Combray había otras cosas, y que Combray existía a otras horas. Pero como lo que yo habría recordado de eso serían cosas venidas por la memoria voluntaria, la memoria de la inteligencia, y los datos que ella da respecto al pasado no conservan de él nada, nunca tuve ganas de pensar en todo lo demás de Combray. En realidad, aquello estaba muerto para mí. ¿Por siempre, muerto por siempre? Era posible.

En esto entra el azar por mucho, y un segundo azar, el de nuestra muerte, no nos deja muchas veces que esperemos pacientemente los favores del primero.

Considero muy razonable la creencia céltica de que las almas de los seres perdidos están sufriendo cautiverio en el cuerpo de un ser inferior, un animal, un vegetal o una cosa inanimada; perdidas para nosotros hasta el día, que para muchos nunca llega, en que suceda que pasamos al lado del árbol, o que entramos en posesión del objeto que les sirve de cárcel. Entonces se estremecen, nos llaman, y en cuanto las reconocemos se rompe el maleficio. Y liberadas por nosotros, vencen a la muerte y tornan a vivir en nuestra compañía.

Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo perdido el querer evocarlo, e inútiles todos los afanes de nuestra inteligencia. Ocúltase fuera de su dominios y de su alcance, en un objeto material (en la sensación que ese objeto material nos daría) que no sospechamos.

Y del azar depende que nos encontremos con ese objeto ante de que nos llegue la muerte, o que no lo encontremos nunca.

Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té.

Primero dije que no; pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo.

Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las miga del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en, mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. El brebaje la despertó, pero no sabe cuál es y lo único que puede hacer es repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio que no sé interpretar y que quiero volver a pedirle dentro de un instante y encontrar intacto a mi disposición para llegar a una aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma, cuando ella, la que busca, es juntamente el país oscuro por donde ha de buscar, sin que le sirva para nada su bagaje. ¿Buscar? No sólo buscar, crear.

Se encuentra ante una cosa que todavía no existe y a la que ella sola puede dar realidad, y entrarla en el campo de su visión.

Y otra vez me pregunto: ¿Cuál puede ser ese desconocido estado que no trae consigo ninguna prueba lógica, sino la evidencia de su felicidad, y de su realidad junto a la que se desvanecen todas las restantes realidades? Intento hacerlo aparecer de nuevo. Vuelvo con el pensamiento al instante en que tome la primera cucharada de té. Y me encuentro con el mismo estado, sin ninguna claridad nueva. Pido a mi alma un esfuerzo más; que me traiga otra vez la sensación fugitiva. Y para que nada la estorbe en ese arranque con que va a probar captarla, aparta de mí todo obstáculo, toda idea extraña, y protejo mis oídos y mi atención contra los ruidos de la habitación vecina. Pero como siento que se me cansa el alma sin lograr nada, ahora la fuerzo, por el contrario, a esa distracción que antes le negaba, a pensar en otra cosa, a reponerse antes de la tentativa suprema. Y luego, por segunda vez, hago el vacío frente a ella, vuelvo a ponerla cara a cara con el sabor reciente del primer trago de té, y siento estremecerse en mí algo que se agita, que quiere elevarse; algo que acaba de perder ancla a una gran profundidad, no sé qué, pero que va ascendiendo lentamente; percibo la resistencia y oigo el rumor de las distancias que va atravesando.

Indudablemente, lo que así palpita dentro de mi ser será la imagen y el recuerdo visual que, enlazado al sabor aquel, intenta seguirlo hasta llegar a mí. Pero lucha muy lejos, y muy confusamente; apenas si distingo el reflejo neutro en que se confunde el inaprensible torbellino de los colores que se agitan; pero no puedo discernir la forma, y pedirle, como a único intérprete posible, que me traduzca el testimonio de su contemporáneo, de su inseparable compañero el sabor, y que me enseñe de qué circunstancia particular y de qué época del pasado se trata. ¿Llegará hasta la superficie de mi conciencia clara ese recuerdo, ese instante antiguo que la atracción de un instante idéntico ha ido a solicitar tan lejos, a conmover y alzar en el fondo de mi ser?

No sé. Ya no siento nada, se ha parado, quizá desciende otra vez, quién sabe si tornará a subir desde lo hondo de su noche. Hay que volver a empezar una y diez veces, hay que inclinarse en su busca. Y a cada vez esa cobardía que nos aparta de todo trabajo dificultoso y de toda obra importante, me aconseja que deje eso y que me beba el té pensando sencillamente en mis preocupaciones de hoy y en mis deseos de mañana, que se dejan rumiar sin esfuerzo.

Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tilo, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa), cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria no sobrevive nada y todo se va desagregando!; las formas externas también aquella tan grasamente sensual de la concha, con sus dobleces severos y devotos., adormecidas o anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más, persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.

En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tilo que mi tía me daba (aunque todavía no había descubierto y tardaría mucho en averiguar porqué ese recuerdo me daba tanta dicha), la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina, y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando había buen tiempo. Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té.

Marcel Proust.
Por el camino de Swann

sábado, 13 de abril de 2013

El sistema



Fue una noche de primavera aún invernal. Aquella primavera de 2013 se hacía esperar como una una novia en el altar. En casa de Lola iban llegando los autores con la dosificación habitual, primero los puntuales, luego los tardones, como un servidor. Íbamos escogiendo un lugar en el enorme espacio diáfano que Lola había convertido en su hogar. Algunos no estuvieron; había agendas apretadas y había protestas por las reglas de los anfitriones. Las reglas de Lola eran, quien lo duda, las más severas  y solo los escogidos y los aguerridos tenían el coraje y el tesón de intentar cumplirlas hasta conseguir postularse como miembros de aquel selecto club que era una tertulia en casa de Lola.



El tema era “El sistema”. Hablamos sobre la monarquía, muchos éramos republicanos. Algunos nos abstuvimos de anotarlo. Aquella primavera de 2013, que casi parecía de invierno, las aguas políticas del país corrían turbias. Había escándalos y noticias de corrupción con cada periódico del desayuno. Había crispación, y pocas ganas de callarse. No nos había tocado un buen año para soportar las inclemencias del clima, político.



Hablamos de hombres, esos hombres, y yo hablé de mis chicos. Hablé de rencores y de venganzas. ¿Es eso parte de la educación? ¿Es lo mejor usar nuestro poder o dejar que las cosas pasen? No recuerdo si me mostré a favor o no a favor. El vino, ese vino afrutado tan rico que trajo José Ignacio, me hace recordar algunas cosas peor que otras.



Un poeta joven habló de escritores asesinos. Todos los escritores lo son, alguna vez, en su mundo de sombras. Pero él estaba estudiando a los que habían sido en el otro mundo, en el físico. Alguien le sugirió que siguiera con el estudio pero relacionando los dos mundos.



Shan está escribiendo, e ilustrando, un libro con las tensiones del mundo editorial que pone fechas límite a la imaginación y plazos.



Las fotos
El filtro usado con las fotos es Autopainter.

lunes, 1 de abril de 2013

TERTULIA DE MARZO DE 2013





Hola a todos!! Esperamos que las vacaciones de Semana Santa fueran un momento para recargar las energías y descansar. Aquí os dejamos la ultima tertulia sobre la envidia... esperamos que os guste.


"Robledo de Chavela desde mi ventana". Foto de Diana Isabel Toral